sábado, 5 de octubre de 2013

Velázquez y la familia de Felipe VI, hasta el 9 de febrero de 2014

Una treintena de obras que conforman la exposición 'Velázquez y la familia de Felipe IV'. Recorre la historia del retrato cortesano español entre 1650 y 1680. Analiza La labor del artista como pintor del rey tras su decisivo viaje a Italia.

La explosión del barroco, que casi de un día para otro liquida la cultura clásica renacentista, y las directrices del Concilio de Trento, que opta por la creación y difusión de imágenes para contrarrestar el peligro luterano, convierten a Roma en la metrópoli del mundo del arte. Y a los pintores italianos en la vanguardia de finales del siglo XVI. Desplazada la rigidez del academicismo, las cortes europeas quieren pintores que, fundamentalmente, retraten, de modo amable y festivo, a todos sus miembros. La demanda es tan decidida que se institucionaliza el honroso cargo de "pintor italiano de la corte". El retrato, que hasta ese momento era un género pictórico menor, toma un fuerte protagonismo, pasa a ser una especialidad muy apreciada. Velázquez, cuyo genio tardío es objeto de una histórica exposición en El Prado (hasta el 9 de febrero), fue nombrado pintor del rey a los 24 años y sabe que ese será su cometido principal.

Aconsejado por Rubens, que durante un tiempo está en la corte de Madrid, prepara con minuciosidad su primer viaje a Italia, "solo habiendo vivido en Roma un pintor puede doctorarse". A su regreso a Madrid, es ya un artista maduro pese a sus 31 años. Caravaggio había muerto recientemente, pero el descubrimiento de su obra es para Velázquez un relámpago iluminador. Eso, y la efervescente vida artística romana, tan lejos de las rigideces de la corte española, como de la creciente melancolía de su monarca, Felipe IV, le tendrá añorando un nuevo viaje a Italia que tardará casi 20 años en poder cumplir.

Caravaggio ha reforzado su convicción en las ventajas de pintar directamente sobre el lienzo en vivo, con el motivo siempre delante, con rapidez y desenfado, alla prima, como se dice académicamente. Si no tenemos un dibujo ni un boceto de Velázquez es porque nunca los hizo. Su modo de trabajo no varió a lo largo de su carrera. Preparar el lienzo con blanco de plomo y pequeñas cantidades de carbón y ocre rojo. Partiendo de este fondo, como una tierra suave, y con una paleta de colores sorprendentemente reducida, con productos baratos, óxido de hierro, amarillo de estaño, laca bermellón, el blanco de plomo, resulta increíble la gama cromática que despliegan sus pinturas. Pinceladas sin apenas huellas, tan ligeras que a veces parecen colores de acuarela, acordes de tonos tan armoniosos como exquisitos, sin el menor empaste, sin superponer colores.

El misterioso efecto etéreo que consigue hace que, por buena que sea la reproducción, nunca logrará dar sino un ligera idea de cómo son los originales. A Velázquez solo se le puede admirar con el lienzo ante nuestros ojos. Esa es la razón por la que esta maravillosa exposición no puede perdérsela ningún amante de la pintura. Una ocasión única para sumergirnos, literalmente, con paciencia, lentamente, en el más extraordinario conjunto de retratos del pintor de pintores, en el misterio del genio. Una treintena de obras maestras, en un magnífico montaje, es justo la escala que no permite la fatiga, sino el tempo de la contemplación activa.

Todos estos retratos están realizados cuando Velázquez regresa, muy a su pesar, amenazado por el rey, de su segundo viaje a Roma. Allí pinta al papa Inocencio X, una de las cumbres de la historia del arte, y Roma le reconoce como el más grande de los artistas. Tras la algarabía italiana, su carácter, tan discreto como lacónico, le ayuda a encajar de nuevo en el ambiente casi depresivo de la corte. Que para nada traslada a sus lienzos. El encanto sereno del príncipe Felipe Próspero a los dos años de edad es un buen ejemplo. Las tonalidades de rojo de la alfombra, del terciopelo de la silla, la cortina, las mangas y la rosada mejilla del niño crean una armonía única con los tonos fríos y plateados de blanco y gris del delantal y los abalorios. No hay nada sorprendente a primera vista, pero todo es de una maestría casi milagrosa.

Velázquez ha conseguido riqueza y llegar a la cima de su carrera cortesana. Haciendo una excepción, puesto que no es de familia noble, el rey le hace caballero de la Orden de Santiago. Ha conseguido todos sus propósitos y va delegando en su taller la terminación y a veces toda la realización de los retratos de la familia real, de los que existe una gran demanda. Las cortes europeas intercambian retratos como un ejercicio diplomático.

Es un acierto que la muestra termine con unas pinturas de su sucesor, Juan Bautista Martínez del Mazo, su yerno, y de Juan Carreño, ambos excelentes pintores que han absorbido la esencia del retrato velazqueño. Una interesante propuesta del comisario de la muestra y una buena ocasión para hacernos la pregunta: ¿hay alguna diferencia entre el retrato de la infanta Margarita pintado por Velázquez y el retrato de la infanta que sale de su taller? Claro que la hay, pero imposible describirla. El aliento del genio.

elPais@2013

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